
El anuncio de Pedro Sánchez, a primera hora de la tarde de jueves que se verá ratificado en la mañana de ayer, sobre la declaración de estado de alarma de España, por segunda vez en la democracia, actuó de espoleta para que los ciudadanos se movilizaran en sentido inverso, es decir, acataran su mensaje sobre “el heroísmo” de permanecer en casa y dejaron de deambular por las calles, de acudir a los bares y restaurantes, de pasear por las ciudades y de, lisa y llanamente, de asomar la cabeza. La vía pública (las imágenes de Santa Cruz y La Laguna desérticas hablan por sí solas) adquirió un carácter ensimismado y triste, sin presencia humana, como tras el paso de un temporal que lo arrasara todo, en este caso el rastro de la población. La medida, sin duda la más drástica y severa de cuantas podían imaginarse cuando comenzó esta crisis del coronavirus, consiste en autorrecluirse en las viviendas, evitando el contacto humano para poner coto a la propagación del virus.
Los grupos del Carnaval no son menos y han optado por cerrar sus sedes o locales sociales, para evira las reuniones dentro de ellos y ayudar a las no propagación del coronavirus
El presidente de Canarias, Ángel Víctor Torres, abundó a última hora de la tarde en las palabras de Sánchez: el “sacrificio” de un retiro voluntario que ayude a evitar males mayores, dado el ritmo de contagio de una enfermedad que ayer se cobró la primera víctima mortal en las Islas. Será “un sacrificio transitorio”, prometió Torres, consciente de que en las última fechas los canarios se han visto obligados a afrontar continuos disgustos y contratiempos de notable gravedad.

A partir de hoy, con el estado de alarma consumado, se abre un escenario que no permite comparaciones con el decretado con motivo de aquella huelga de controladores aéreos de hace una década. Esta vez nos enfrentamos a una crisis sanitaria sin precedentes, acompañada de una crisis económica impredecible y, por si fuera poco, de un estado de psicosis cuyas consecuencias se desconocen por ahora.
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