
Le estaba peinando el pelo. Sin darse cuenta, ya la había vestido. Era un traje crema, con encajes. También llevaba medias. No contestó al móvil. Las llamadas de sus amigos se fueron acumulando. Una detrás de otra. Juan había decidido una semana antes que su hija tenía edad suficiente para disfrutar de sus primeros indianos y ese día quería llevarla de la mano. Sabía que en un suspiro de la vida sería desplazado y su puesto sería ocupado por amigas, novios, compañeros de piso... Pero hoy no. Hoy le tocaba a él y no estaba dispuesto a dejarle su hueco a nadie.
Era temprano, apenas las diez de la mañana, cuando llegaron a la ciudad. Incluso a esa hora tuvieron dificultades para encontrar un aparcamiento cerca de la fiesta. La "peña" cada día se viste antes de indiano. No aguanta hasta el mediodía. Les hierve la sangre y parece que se despiertan vestidos de blanco. Están por la calle Real, la avenida Marítima, la Trasera... y venga polvos. Ni te avisan. Te los meten en los ojos, en el vaso, por la nariz... y te aguantas. ¿Qué vas a decir? ¿No me tiren polvos? En el fondo, te gusta. Y lo sabes.
Juan agarró a su hija antes de abandonar el vehículo y le espetó: "Esto no es solo una fiesta con música". La pequeña, de nueve años, le miró extrañada. "Venimos aquí para recordar a nuestros antepasados...". Sí, le contó la historia de aquellos palmeros que un día tuvieron que emigrar en busca de un futuro mejor y que luego "tras hacer las américas" llegaron presumiendo de riquezas, con baúles, loros e incluso sirvientas. "¿Se fueron cómo el padre de mi amigo Raúl?", le preguntó la pequeña. En su barrio muchos, demasiados, han perdido su trabajo, ilusiones, sus vidas y también han tenido que marcharse de su tierra para no pasar hambre. "Bueno, sí. Parecido...", le respondió con titubeos no sin antes tragar en seco.
"Sosó", a esa hora, se estaba arreglando para convertirse en la Negra Tomasa. Luego, se dirigió al muelle pesquero. Allí embarcó con rumbo al puerto comercial. Esto va más despacio de lo que el cronista lo cuenta. Es un personaje único, exclusivo, pero presumido, mimoso, como todo artista. Un día pedirá champán y fresas para la habitación y habrá que llevárselo o no sale, al tiempo. Se produce el desembarco. Fidel Castro, quizás ya sea su hermano, lo envía cada año para la fiesta. Lo espera un grupo reducido de fieles. Se expresa con el alma encendida. Meneo. "Azúuuuucar". Más arriba, en el corazón de la capital, la plaza de España estaba acotada desde primera hora y al mediodía sonó allí el grupo Orillas del Son. Bailas hasta con la vecina que no paga la comunidad. Con aquella, la misma, a la que no paras de criticar. Te da igual e incluso ahora que la miras bien, pues tiene su "punto". El ron, debe ser eso.
La organización decidió meter este año a un animador (speaker, que diría un finolis) y reducir a la mínima expresión el palique previo antes de que entre la "reina". ¡Gracias!, de corazón. Eliminar aquella angustia no se paga con dinero... Juan, con mochila a la espalda para meter galletas, agua e incluso pañuelos de papel, protege a su "enana" todo lo recomendable, pero se arma de valor para meterla en medio del mogollón para que sienta el calor del indiano. Sale la Negra. La plaza revienta. Este año tiene más trasero (literalmente), pero se mueve igual. Es puro ritmo. La tocan, la abrazan, luchan por hacerse una foto a su lado... ¡Debería vivir siempre!
Juan mira el reloj. Las dos. "Joder, ¡la niña tiene que comer!". Sabe que en los bares le van a estafar. Un bocata y una cerveza por todo lo suelto que lleve en la cartera. Sí, por todo. Llama a un amigo y acaba en una comida solidaria por los Niños Saharauis. Almuerzan arroz. Allí merece pagar todo lo que pidan. Por esa gente que se parte el pecho por traer a menores a sus propias casas para que vivan un verano en paz, lo que sea. Su hija está encantada. Lo lleva en los genes. Su madre (Eva, protagonista de anteriores crónicas de EL DÍA sobre indianos) también ama esta apasionante fiesta y ella heredó además el ritmo de su padre. Lo tiene todo.
Por la tarde, regreso a los orígenes. La organización anunció que iba a recuperar el desfile y salió aunque solo a medias. Ya es un triunfo intentarlo, pero cuando no hay pasión es mejor dejarlo. Como casi todo. El esfuerzo y la unión en los actos mañaneros se desnudaron por la tarde. Poca gente para coordinar. Casi toda, para qué mentir, se fue de marcha. Y, aún con todo, salió adelante. El ayuntamiento "mandó" a la Negra Tomasa (lo de mandar es relativo porque "Sosó" se manda solo) a bailar cerca de Estipalma. La utilizó como efecto llamada y cuando allí llegaron miles de indianos, comenzó el reparto de polvos. Es maná blanco gratis en bote.
Juan esperaba al comienzo de la calle Real. Miraba desde un balcón que un compañero de trabajo le había "cedido" para la ocasión. Entre la muchedumbre vivió sus mejores indianos, sus grandes amores con besos que sabían a alcohol, pero ya no extraña nada de aquello y, además, su "enana" suspiraba por un descanso. Apareció la fanfarria de CajaCanarias (Batarama), cuyos integrantes, con su director al frente, sí se dejaron el alma en favor del desfile. Subieron por la O'Daly y detrás... los indianos. No iban todos, pero tampoco esa era la idea. Unos se quedaron en la avenida Marítima, otros en La Marina... ¿y qué? ¡Que se queden! De verdad. Que hagan lo que les venga en gana. Muchos otros, miles, subieron e incluso no pocos llegaron a la Alameda.
En aquel ascenso estaba el grupo del "cañón" de polvos talco (merecen un homenaje tras tantos años en la brega), los jóvenes que buscan cualquier espacio libre y en alto para cantar eso de "chicharrero, chicharrero, chicharrero de corazón...", el indiano de las medallas, el "medio barco" que empujan los marineros, algún grupo (ojalá fueran más) que tocaba la guitarra, una fanfarria de Puntallana... Vale, sí, no lo voy a esconder, siempre aparece, ayer también, algún "machango" verbenero (iba a buscar un sinónimo pero en el fondo no me apeteció) que quiere desahogar sus limitaciones armando una bronca.

Se fue haciendo de noche. El tiempo corre deprisa cuando te diviertes. En el regreso, Juan miró por el retrovisor interior de su vehículo y vio cómo su hija cerraba los ojos. Se sintió tan feliz... Estaba satisfecho y decidió parar a un lado de la carretera. "¿Lo hago?", se preguntó, "venga, sí". Sacó su móvil, hizo una fotografía a su niña y la mandó con un mensaje que decía: "Nuestra hija ya es indiana".
V.M.